
Billy Elliot es un menor de once años, hijo de un minero, que tiene una cosa bien clara: goza con la música. Su madre murió y tiene un hermano mayor, también inmerso en el mundo minero, tan común al norte de Inglaterra. La abuela vive con ellos, a menudo al cargo de Billy.
Poco a poco, entre huelga y huelga de los mineros, Billy va cerciorándose del placer que le provoca la danza en concreto y la música en general, en lugar del boxeo, “el deporte de los chicos”.
Cuando se permite a sí mismo asistir a las clases de ballet, “el deporte de las chicas”, parece que todo el mundo comienza a reírse de él y a pensar que es homosexual.
La película nos va mostrando, no obstante, que los prejuicios alrededor de los niños y hombres que practican ballet no son más que eso, prejuicios, juicios infundados, reproducciones sociales de raíz jerárquica y androcentrista, que la propia realidad va derrocando.
Con el apoyo de la profesora de danza y, más adelante (¡quién lo diría al principio del largometraje!) de la propia familia, Billy consigue dedicarse profesionalmente a lo que parece llenarlo de vida, de electricidad y de felicidad: la danza.
Cuando un sueño nos hace sentir seguros/as y nos invade el corazón, nos hace más íntegros/as, más humanos/as, más vivos/as, siempre en la dirección del respeto mutuo, la democracia, el cooperativismo y el compromiso social, en la medida de lo posible. Y si, además, la familia, los amigos y todas aquellas personas importantes para nosotros/as, creen en ello, en nuestra capacidad, ya pueden ser las pruebas más difíciles del mundo las que nos separen de la consecución de ese sueño, que seguro podremos alcanzarlo.
Esta peli me ha recordado mi infancia. Yo bailé desde los cuatro hasta los catorce años y, durante los tres primeros, en la clase había un compañero, no recuerdo su nombre, que vibraba con el ballet. Su cuerpo, como el del protagonista, florecía al moverse al ritmo de la música. Y también recuerdo que sus padres lo acompañaban siempre, y no sólo porque era pequeño, sino porque también ellos gozaban al ver feliz a su hijo.
Tendríamos que reflexionar sobre si lo que pensamos que es “políticamente correcto” coincide con lo que nos hace levantarnos cada mañana con una sonrisa y dudar si estamos despiertos/as o seguimos soñando. Y lo mismo con las personas que nos rodean, sobre todo si su educación (y, por tanto, su felicidad, recordando a Kanamori) está a nuestro alcance.